Se trata de un
verdadero genocidio. Cada año mueren millones de seres humanos por no tener
nada que llevarse a la boca, cuando la industria agroalimentaria genera
alimentos suficientes para abastecer al doble de la población.
Las razones de esta
sangrante situación nada tienen que ver con el contexto político de ciertos
países ni con las condiciones climáticas, sino con un sistema económico
planetario al servicio de poderosas organizaciones financieras que sólo buscan
la máxima rentabilidad, por encima de cualquier circunstancia.
Es un auténtico
escándalo. Cada 5 segundos un niño menor de cinco años fallece como
consecuencia de la falta de alimentos. Según las últimas estimaciones de la
Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por
sus siglas en inglés), alrededor de 1.000 millones de individuos sufren
desnutrición grave y permanente. Y esto ocurre en un planeta que genera
alimentos suficientes para cubrir la necesidades de 12.000 millones de humanos,
casi el doble de la actual población mundial.
La política y la
economía mundial están dirigidas principalmente por tres organizaciones: la
Organización Mundial de Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI)
y el Banco Mundial (BM). Aunque se financian con el dinero de los
contribuyentes, no responden ante los ciudadanos de ningún país ni sus miembros
son elegidos democráticamente. En realidad, las estructuras de estas
mastodónticas y poderosas instituciones están al servicio de las grandes
compañías transnacionales que, en última instancia, las dirigen desde las
sombras con mano firme. Pues bien, la OMC, el FMI y el BM defienden por encima
de todo, la libertad de mercado, y consideran que el derecho de la alimentación
atenta contra la libre competencia. Por tanto, son grandes multinacionales de
la alimentación las que dictan las reglas.
En la actualidad las
doscientas sociedades más poderosas de la industria agroalimentaria controlan
un 25% o más de los recursos productivos del planeta. Detentan un monopolio de
facto sobre toda la cadena alimentaria, desde la producción, la venta, pasando
por la manufactura y la distribución. Sus beneficios son astronómicos, hasta el
punto de que manejan activos financieros mucho mayores que el PID de muchos
países.
Los gobiernos de los
estados más poderosos de nuestro planeta están planamente informados del drama
del hambre, pero su postura oficial –conocida como <<consenso de
Washington>>- es que el problema
terminará sólo cuando exista un mercado mundial totalmente libre, no
susceptible de regulación. Desde este punto de vista, cualquier intervención
estatal en el juego del libre comercio es considerada un escollo para la
solución de tal peliagudo asunto.
¿Les suena esta
filosofía? Si, la misma que se aplicó al sistema bancario. Como consecuencia de
ello, los accionistas y directivos de las grandes organizaciones finalmente
obtuvieron beneficios millonarios. Eso sí generando una gran burbuja económica
que devino en la brutal crisis de 2008 que aún estamos pagando y que se ha
amplificado con la pandemia.
Las desregulación del
comercio alimentario, supone que las grandes transnacionales pueden entrar en
un determinado país destruyendo su mercado interno. Para ello no dudan en
emplear la técnica del dumping, bajar
los precios de ciertos productos que pretenden introducir en una nación para
acabar con la competencia. Una vez que lo han conseguido, compran a precio de
saldo todas las empresas locales dedicadas a producir esos bienes, pues acaban
quebrando al no poder rivalizar con las grandes corporaciones. De este modo,
terminan haciéndose con el control de un mercado sin competencia, imponiendo
unilateralmente los precios de unos artículos que, siempre serán los más altos
posibles.
La demostración
empírica de que las grandes transnacionales agroalimentarias ejercen un control
absoluto sobre las decisiones políticas de gobiernos institucionales, es que
las naciones más poderosas de la Tierra siempre se han negado a ratificar el
Pacto Primero de las Naciones Unidas, relativo a los derechos económicos,
sociales y culturales, pues la firma de dicho acuerdo acarrea una serie de
obligaciones. Por ejemplo, respetar el derecho de alimentación de los
habitantes de su nación y protegerlo si intereses espurios atentan contra el
mismo. Pero los signatarios también se comprometen a combatir cualquier
hambruna en el mundo siempre que el gobierno local no pueda hacer frente al
desastre con sus medios.
Los países que no han
ratificado este tratado, como EEUU, Gran Bretaña, Canadá, o Australia, entre
otros, consideran que la firma del mismo constituye un gran atentado contra la
libertad de mercado. Para muestra un botón: en 2005, la OMC intentó que se
prohibiese la donación de alimentos a campos de refugiados y zonas devastadas
por hambrunas, pues esta práctica <<pervertía las normas del juego de
libre mercado>>.
Un famoso estudio
elaborado por la ONG Oxfam demostró
que durante la década 1990-2000, en todos los países pobres en los que el FMI
había impuesto planes de austeridad, con el fin que pagaran religiosamente su
deuda externa, la inmensa mayoría de sus poblaciones sufrieron hambre y
carestía de los bienes básicos para la subsistencia humana. La realidad es que
el principal cometido es que las naciones del Tercer Mundo sufraguen sus
compromisos con los estados más poderosos del planeta, que asciende a más de
dos billones de dólares.
Periódicamente, el FMI
refinancia la deuda de las naciones del Tercer Mundo, pero a cambio impone que
estos países abran su mercado a las multinacionales, acabando con las
regulaciones o cualquier tipo de arancel o política proteccionista. Como
consecuencia de estas medidas, la industria interna acaba sucumbiendo ante el
poderío de las grandes empresas transnacionales las cuales, como hemos
explicado no dudan en aplicar en dumping.
El FMI también impone a
los gobiernos de los países pobres toda una serie de planes de ajuste
estructural (PAE), que ahora también se están aplicando en ciertos países del
sur de Europa, como España. Tal como escriben Ana Cuevas y Javier Marijúan en
el artículo llamado Causas Estructurales. Las mentiras de la crisis
alimentaria.
A principios de 1980,
el estado de Zambia subvencionaba en consumo de maíz en un 70%. Los productores
también eran subvencionados. La venta en el mercado interior y las
exportaciones hacia Europa –en los años de fastos- las regulaba una oficina del
Estado., el Marketing Board. Las subvenciones sumadas, y los
consumidores y productores, absorbían poco más del 20% del presupuesto del
Estado.
Sin embargo, llegó el
FMI y acabó aboliendo los subsidios. También suprimió las ayudas para la compra
de abonos, semillas y pesticidas. Como consecuencia, se generó una grave crisis
económica y las escuelas y los hospitales, hasta entonces gratuitos se
volvieron de pago.
Hemos visto que el FMI
impone a los países pobres que dejen de subvencionar a sus agricultores. Sin
embargo, resulta chocante que el FMI aliente la cohesión de ayudas a la
industria agroalimentaria de las naciones ricas. Por ejemplo, en la actualidad
Europa destina unos 40.000 millones de euros a subsidios agrícolas. En resumen,
los productos alimentarios del Primer Mundo, fuertemente subvencionados, acaban
inundando los mercados internos de los países más débiles, que no pueden ayudar
económicamente a sus industrias agrícolas porque así se lo impone el FMI.